Ronda de Fontiñas, número 23

 

Mi cuartito de hotel a pesar de poner en su puerta segundo, podría corresponderse con una sexta altura. Desde la ventana veo la vieja estación de tren para mercancías. En medio, se eleva un bloque de edificios lejos de un plan urbanístico sensato, donde sobrevive apretada, una pequeña casita blanca entre dos torres de viviendas.

A la habitación, llego a media noche, mucho más tarde de lo que tenía previsto.  Me había quedado a cenar, a pesar mío, con unas conocidas, después de acudir, en el salón de la universidad, a la décimo primera jornada de intervención social con colectivos de riesgo. Por cierto, sin duda, un título, cuanto menos rimbombante.

A la ciudad de Lugo regreso siempre, al menos, una vez al año, desde hace algo más de un lustro. Sin embargo, lo de quedarme a dormir es algo extraordinario. En realidad, hace unos veinticinco años que no lo hago.

La primera vez que pisé esta capital romana del Atlántico, había perdido el autobús y mi hermana me había traído, algo disgustada, en su coche. Era mi primer trabajo en serio y con seguridad el peor de ellos.

Durante algo más de cuatro años conviví con jóvenes de entre dieciséis y dieciocho años. A pesar de mi precaria formación, lo poco apetecible del puesto me llevó hasta la séptima planta del número veintitrés de la ronda de Fontiñas.

Recuerdo que la otra educadora me esperaba desde hacía al menos una hora con su mochila hecha. Una mujer morena, con estudios en pedagogía y a la que, aunque yo aún no lo sabía, le quedaba poco allí.

Se está bien en este cuarto. Es agradable ver el cielo desde él, a pesar de la sensación de vértigo que me persigue desde la juventud. La cama es cómoda, incluso parece más que la mía propia.

El cuarto mío en el otro piso, donde convivíamos con seis adolescentes, también era exterior y daba a la calle principal, pero a pesar de esto, nunca me gustó. Quedaba en medio entre dos de los tres en los que estaban los chicos.

De entre todos los que pasaron por allí, me irrita pensar en Luísa, una chiquita hermosísima, de pelo corto azabache y ojos profundos. Era una niña introvertida, de discurso sencillo que apenas estuvo allí el tiempo necesario para hacerse un piercing sin el permiso de los adultos.

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