Detrás de ti

             “No quiero salir”. Ver a los otros respirar en la vejez o sentir la juventud ajena. Saber, al revisarme en el espejo, que tendré un par de granos y muchas más arrugas que ayer, de esas que se pliegan en los bordes de los lagrimales.

“¿Cuánto me falta?” Eso es, cuánto queda para dibujarme en la estrechez del cajón acolchado dentro de la vitrina. ¿Cuánto sobra? De todo lo que hago entre sueño y sueño. Mientras tanto en la puerta timbran y me aburren. Explican para qué sirve lo que me venden y me entra el sopor.

Caer. Acercarse al precipicio que te lleva el cuento de ti misma. No sabes lo que es, ni lo que no. No te encuentras en el espejo con el azar que te pretende. Por eso te reconoces más en la sangre que en el trozo de tocino con el que se construye tu hogar, para luego, rebuscar en la papelera oxidada de un parque inútil en un barrio viejo.

 “Hola”, saluda el vecino detrás de la correa del perro. Mientras levantas la mano para contestarle. La otra, la que no sujeta el flexi del que te tira el chucho que compraste en la tienda de peces y ratones.

“¿Y cuánto vale el billete del bus?”  Un poquito menos que una barra de pan y como tres o cuatro gominolas. Cuánto cansa pensar en entrar y ahorrar la tiritona o desengancharme a la sensación de la necesidad.

Desde luego nada hay detrás de mis reflexiones que no haya vomitado. Como aquello de que el orden me llevará a la paz de descansar sin duermevelas con el corazón palpitando en el estómago.

Qué poco me gusta sentarme tan cerca de nadie o el ruido del click de la máquina de los tickets. Y a pesar de todo, cada mes busco la manera de saltarme mis deseos y hacerle caso a la higiene mental del deber ser. Ese que te dispara en el paso de cebra para que cruces o que te hace abrir el paraguas cuando llueve y, ahora, añosa, también cuando hace sol.

“¿Ya llegué?” Estoy en el centro comercial. Joyero imprescindible de bisutería en el que intercambiar pasos apurados con gente que conociéndola evitas. Escaleras mecánicas de rodeo que se encienden para ralentizar el paso, para llevarte al consuelo agarrada al pasamanos.

“Dos cositas y nos vamos”.  Las justas para saciar el encuentro con el escaparate en donde disimulan su pudor las escaramuzas con la algarada.

Song

             En la vieja tele de mil novecientos ochenta y tres, unos niños recrean en un programa juvenil el guion de Baby Jane. La voz de Rod Stewart serpea alrededor de mi pubertad que deja atrás el olor a niña. Una tarde me desconcierta la mirada del compañero de catequesis y, al día siguiente, apenas recuerdo su cara.

Aquel año, además, el transistor no controla a la embrujada de las perlas ensangrentadas que conduce el cadillac por la calle del ritmo. Ni al pistolero que maneja la barca que le llevará a Venus, ni al ayatolah enamorado de la chula.

Los papás me recuerdan que la noche no es para mí, al menos no todavía. Mientras el ritmo del garaje se tararea en los recreos del cole de chicas al que vamos mi hermana y yo.

Intercambiando cartas escritas con tinta de colores con las primas de Basauri, vamos despertando al siguiente nivel, al tiempo en que pataleamos porque no nos dejan estar un ratito más en la calle.

El primer beso en los labios se envenena en el recetario que borda las casullas litúrgicas. Y los vellos juegan al escondite bajo las bragas, hasta que alguien menstrúa en la silla verde del aula.

Todo, todo ocurre en el ochenta y tres. Mientras te vas deshaciendo de la falda plisada de cuadros del uniforme y te encaramas en el alféizar para ver pasar la bicicleta azul de aquel al que nunca le vas a decir que estás enamorada… Básicamente porque ni siquiera lo sabes.

Más adelante, pensarás en que de vez en cuando la vida te arrastra hacia atrás y, al final, sin mirar a los ojos de la gente te das cuenta de que se necesita más de una décima de segundo para parpadear, exactamente lo que duran dos corcheas.

A_for II

 

La religión es a la política, lo que las recetas en la cocina de las abuelas.

 

La actriz se desnudó delante de la amante. A continuación, la cámara se fundió a negro justo cuando comenzó a hablar sobre sí misma. Finalmente, nadie llegó a escuchar los monólogos. Aquellos que fueron transcritos por el director del asesinato guionizado de la mujer.