En la vieja tele de mil novecientos ochenta y tres, unos niños recrean en un programa juvenil el guion de Baby Jane. La voz de Rod Stewart serpea alrededor de mi pubertad que deja atrás el olor a niña. Una tarde me desconcierta la mirada del compañero de catequesis y, al día siguiente, apenas recuerdo su cara.
Aquel año, además, el transistor no
controla a la embrujada de las perlas ensangrentadas que conduce el cadillac
por la calle del ritmo. Ni al pistolero que maneja la barca que le llevará a
Venus, ni al ayatolah enamorado de la chula.
Los papás me recuerdan que la noche no es
para mí, al menos no todavía. Mientras el ritmo del garaje se tararea en los
recreos del cole de chicas al que vamos mi hermana y yo.
Intercambiando cartas escritas con tinta
de colores con las primas de Basauri, vamos despertando al siguiente nivel, al
tiempo en que pataleamos porque no nos dejan estar un ratito más en la calle.
El primer beso en los labios se envenena
en el recetario que borda las casullas litúrgicas. Y los vellos juegan al
escondite bajo las bragas, hasta que alguien menstrúa en la silla verde del
aula.
Todo, todo ocurre en el ochenta y tres.
Mientras te vas deshaciendo de la falda plisada de cuadros del uniforme y te
encaramas en el alféizar para ver pasar la bicicleta azul de aquel al que nunca
le vas a decir que estás enamorada… Básicamente porque ni siquiera lo sabes.
Más adelante, pensarás en que de vez en
cuando la vida te arrastra hacia atrás y, al final, sin mirar a los ojos de la
gente te das cuenta de que se necesita más de una décima de segundo para
parpadear, exactamente lo que duran dos corcheas.
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