Desde ayer

 I

Es una mañana aburrida en casa de Helena. Patricia, la mujer que les viene a limpiar la casa la advierte de que tiene un aviso de Correos.

—Parece una carta certificada, le insiste.

—Ya iré, tranquila.

—No se olvide, no vaya a ser algo de los niños.

—Vale, vale.

          Patricia piensa que la señora tiene una casa muy bonita, pero desde que se divorció a nadie le apetece pasar tiempo en ella. A los chavales les gusta más estar en la calle. Incluso le parece que para ellos el colegio fuese un lugar más soportable.

A Helena le gustaría hacer lo mismo, pero lleva un tiempo de baja. Y a falta de oficina, lo único que le atrae es ir al Hipódromo.

—Patricia, voy a salir.

—¿A qué hora llegará?

­—Ay, yo qué sé… Para comer.

—¿De verdad?

­—¡Patricia! Sí, para comer y si no me lo deja ahí y ya lo calentaré.

          No hace mal día. Incluso apetece bajar a la oficina a recoger la carta dichosa. Podría pasarme antes por la cafetería de Emma, pero hoy es martes y no estará.

—Chao­ —la saluda un hombre en la calle

          Vaya, parece que hoy Juan me ha visto. Debe ser la calidez del sol o el cielo azul o que es principios de mes. No sé, vete tú a saber.

—Verde.

          Luce el semáforo. Pero a pesar de ello, siempre hay algún coche que se te quiere pasar por encima. Maldeciría a esta ciudad si no fuese que no hay ninguna otra en que me sienta más a gusto, a pesar de los veranos en Cantabria.

—Buenos días.

          Buenos días, le contesto mientras le muestro el papel. ¿Un paquete? ¡Qué demonios! Espero que no sea una broma de Alfonso.

—¿No hay remite?

­—Es raro. Mire bien­ —señalando con el índice­—. Ahí hay un nombre, parece el de una empresa.

­          Parece el nombre de un caballo. Sí, lo es, uno de los descolocados de mi última apuesta. ¡Joder, estoy sudando!

—¿Qué mierda? Perdón…

          La mujer mira como excusándome. Mientras, a mí me da vueltas la cabeza esperando que no sea una canallada de mi ex.

—¡El librito!

          El de la contabilidad de las deudas de apuestas que llevaba mi padre. ¡Como era posible! Papá lleva años en el cementerio de Aravaca y a mí nunca me lo dejó.  Ni siquiera, echarle un vistazo.

Tampoco mis hermanos. A ellos las carreras y los caballos les dieron siempre igual. Eran más de fútbol y de quedar a beber con los suyos después del partido.

 

II

 

—¿Pablo?

­—Helena.

­—¡Qué guay verte!

—Yo también me alegro.

—Parece increíble, vernos tú y yo. ¡Y aquí!

­          En la Zarzuela, como años atrás, cuando veníamos acompañados, tú con tu padre Ramón y yo, con el tío Genaro. Yo, para ayudarle en las cuadras y tú con tus prismáticos y tus faldas azules y zapatitos de tacón cubano.

—Y, ¿qué tal?

­—Bien, como siempre.

          Te ríes, como va a ser como siempre si han pasado lustros. Tú estás más redondeada, te has cortado las trenzas y llevas contigo un bolsito de Bulgari. Yo, sigo igual de flaco, pero estoy más arrugado y me falta pelo.

—Venga, cuéntame, ¿Qué haces aquí?

—Trabajo. Vengo por trabajo.

—Mira tú, al final esto te ha tirado…

          Mejor decimos me ha empujado. Es que cuando el río remolca siempre hacia la misma orilla, no hay otra que nadar, o más bien dejarse llevar, en la misma dirección.

—Yo, ya ves…

          Mostrando por un segundo el móvil.

—¿Y ganas?

—A veces sí, otras no.

—Tienes un buen maestro.

—Tenía….

­—Lo siento.

          Te digo, mientras mueves los hombros asumiendo al difunto. El caballero de las mil carreras, al que se le escapaban pocos colocados y menos ganadores. Sobre todo, porque él era la casa de apuesta fuera de la ventanilla. A él le debió mi padre casi dos mil pesetas cuando yo recién cumplía los catorce y por el que, sin tú ni ellos saberlo, aprendí el oficio.

—¿Te apetece una cerveza?

—Bueno.

          La verdad es que no, pero hoy uno no podía escabullirse entre los golpes de los cascos y los gritos que acompañan a las carreras.

—¿Fumas?

—No.

          Y aquí no se puede, aunque a ti no parezca importarte la mirada de reproche de la niña de la mesa de al lado.

Vuelvo mi mirada hacia la vieja cicatriz de tus labios. Se me hace rara, está diferente, más pequeña, como torcida.

—Así que vienes por aquí de vez en cuando.

—Alguna vez, sí.

—Pues, es raro que no nos hayamos visto.

          En realidad, no, no me gusta hablar con nadie en el hipódromo. Prefiero separar el tema profesional y, las tribunas me dan alergia porque siempre hay alguien que me conoce.

—¿Te casaste?

          Asentí.

—Yo también. Pero, llevo tres años separada. Dos hijos.

          Levanto tres dedos de mi mano derecha y nos reímos. La blusa que llevas puesta comienza a flotar por el aire que cruza la terraza.

—¿Entramos dentro?

—Estoy bien.

          A tu padre, sin embargo, no le hubiera gustado que se dejase entrever el sujetador, y tampoco, por supuesto que estuviésemos hablando.

En realidad, tampoco hubiera podido ser, que la paga semanal, apenas me llegaba para comprar los pitillos sueltos en el estanco del barrio de Carabanchel.

—Sabes, te he buscado alguna vez.

—Ay, ¿sí?

—Pero te haces desear.

          A lo que te digo te ríes. Pareces insinuar secretos que se me escapan y que me importan muy poco. Y todavía menos, que le debas trescientos sesenta y cinco euros a la casa de apuestas que yo regento.

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