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            Nació seiscientos setenta y ocho días después que yo. No me alertaran. De hecho, mi madre dio a luz el mismo día en que papá fue intervenido de apendicitis. Por lo que, a falta de que alguien pudiese atenderme, aquella primavera pasé algunos días en casa de los tíos abuelos.

Así que para cuando volví a verlos, a cada uno les habían extirpado algo. A papá parte del intestino y a mi madre, a mi hermana. Nació grande y regordeta según decían los mayores y las fotos de la época. Pero, pronto se fue alargando y convirtiéndose en un palo estrecho y andrógino.

Mamá la obligó a llevar su pelo negrísimo muy corto, hasta que siendo adolescente se reveló. Pronto me superó en altura y fui yo, la que comencé a heredar la ropa que, para mi desgracia, era gemela a la que ya tenía. Recuerdo entre ternura y horror las faldas de cuadros plisadas y los bombachos que además picaban aún vestidos encima de los pantis.

De niña, apenas hablaba detrás de mi conversación, pero en la medida en que creció su cabello, para convertirse en una fina melena, aumentaron las palabras y las mentirijillas de juventud.

Por entonces ya escuchaba pop y cantaba con papá. A mí me gustaba escucharlos. Descubrí igualmente que yo no podía seguirles. No era capaz de memorizar la letra de una sola canción. También averigüé que ella, por su lado, no estimaba ni mis lecturas ni el cine al que yo iba.  Siendo así, aprendí a ir sola.

Pero, a pesar de ello, igual que mamá había impuesto las citas con la peluquería, también me había atado a ella con una ficticia autoridad, que mezclaba el culto a lo esotérico y la presunta bondad cristiana.

Cautiva del pensamiento sobre el pecado original, participé del oficio de hermana mayor hasta que se rasgaron los motivos y nos llevaron a dejar de hablarnos más allá de dos lustros.

Durante ese tiempo intenté imaginarla apesadumbrada y viuda. Pero como con mi madre, me equivoqué. Parecidas ambas, apenas se conmovieron por mi ausencia. Luego rediseñé el constructo que la dibujaba desde la orfandad de mi persona y la miré de nuevo.

Cerca ya del medio siglo parecía disimular el cansancio de volver a comenzar. En su cara, la debilidad de la sangre, la pérdida de las amistades de juventud y el extraño dibujo de la medida de la distancia que había entre la familia natural y la política.

Madre e hija cada vez se asemejaban más en su carácter frío, en el relato engañoso, y a su vez, se alejaban en el estilo. Ella, la hija, era elegancia. Esa que le permitió hacerse invisible en lo visible, enmudeciendo incluso en el gesto y en los vestidos que cuidadosamente escogía para ella, su pareja y su sucesora.

Hoy aquí, pegada a mí, no la reconozco en mi apellido. O tal vez, soy yo, la que no se reconoce en los de ella. Mientras, al mismo tiempo, me recoloco tranquilamente en la distancia.

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