Junto a la plaza Alférez Provisional, al girar desde la rúa del Progreso hacia Xoan XXIII está el café Montgre. Un bar de verdad de esos de toda la vida, en el que, sin embargo, he estado en muy contadas ocasiones. Curiosamente recuerdo dos de ellas. Las que creo que fueron la primera y la última, al menos hasta hoy.
Tendría unos treinta y tantos cuando Belén,
Lía, Mar, un par de chicos y yo estábamos, alrededor de las seis de la mañana
de un sábado, sentados en una de aquellas mesas. La mayoría sorbía el café con
leche bien caliente, pero alguno aún seguía a vodka con limón. Esperábamos
entre risas los bocatas de beicon y el plato de patatas fritas.
Aún olíamos al perfume del viernes noche, a
humo de tabaco rubio y a alcohol. A la cerveza y al vino en la plaza del Trigo,
los chupitos en los locales de la de San Martiño y el matusalén con cola, que
era lo que por entonces mi hermana y yo bebíamos.
Todo maridado con la fragancia de
Balenciaga, mi favorita desde que aquella turista la había dejado en uno de los
cuartos de hotel que yo limpiaba en mis veranos de estudiante.
Hoy todavía conservo un frasco que guardo
como un tesoro en el armarito del cuarto de baño. Es tan fuerte que con una
gotita puedes invadir con su aroma a coco cualquier local, por grande o lleno
que esté. Y si te excedes, igual al día siguiente alguien se acuerde de ti al
levantarse con un fuerte dolor de cabeza digno de la mejor resaca.
Pero volviendo al Montgre, aquella
madrugada no pedí café con leche. Recordé la primera vez que habíamos estado. Mi
hermana Belén y yo, éramos unas niñas. Nos
había llevado Sita, la prima de mamá.
Habíamos ido a dar un paseo y a hacer unas
compras por la capital auriense. Debían ser entre las doce y la una cuando nos
preguntó qué queríamos tomar. No nos atrevimos a decir nada, tal como nos
habían educado.
Entonces, aquella jovencita pidió una
cerveza para ella y para nosotras una bebida que a mí me supo extremadamente
dulce. Venía en una copa en la que se sumergía una cereza verde clavada en un
palillo. El camarero vestido con camisa blanca, también nos trajo el platito de
aceitunas.
Aquello me maravilló. Pero además un
sentimiento de misterio me perseguiría desde aquella mañana. Y es que no averiguaría
lo que habíamos tomado hasta mucho tiempo después:
—Y, ¿tú que quieres?
—Un mosto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario