La fotografía

         Un año antes de que asesinaran a Melitón en Villa Arana, mi padre entrenaba con perros policía en el mismo ayuntamiento. Tal vez porque todavía no se intuía lo que vendría después, el recuerdo que nos trasladaba era dulce.

Con uno de esos animales aparece en la única fotografía que conservó de aquel momento y que forma parte del álbum de su viuda. Por entonces debían quedarle unos meses para cumplir un cuarto de siglo y aún no se habían casado.

Él era un carpintero que durante un tiempo llevó el uniforme gris y que cuando este cambió de color, al tener que especificarlo en algún formulario, simulaba el oficio, como otros compañeros, escribiendo aquello de que era funcionario.

—Todos son funcionarios ­—le escuché decir a la monja que me daba Naturales en sexto de egebé.

En la imagen, hecha tiempo antes de todo esto, se le ve relajado. Vestido de paisano, entre colores grises, negros y blancos amarillentos luce la sonrisa que le perseguía haya donde estaba.

Girado sobre sí mismo y mirando a cámara camina junto al pastor alemán monte abajo por uno de esos caminos que serpean la cordillera vasca. Allá por donde pasearon desertores y fugados de ida y vuelta.

Ese día, tal vez otoñal, por la chaqueta de lana que vestía papá, no parecía hacer demasiado frío. En el retrato, a la derecha se puede ver un poste de la luz y parte del pretil de un puente, ambos de cemento, construidos con seguridad por la hacienda de Franco.

Al fondo, una señal ilegible, que probablemente señalaban los últimos kilómetros antes de la frontera con Francia o con el mar que comenzaba en la región de Aquitania.

En frente, con la cámara probablemente otro hombre o quizás una mujer. Si fuese el primero, podría ser un marinero o un agricultor que habría cambiado el frío de su pueblo por el de aquel uniforme. Si fuese una chica, podría el contrario buscar calor en los pliegues de aquel tejido.

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