Buenos días, cariño:
Madre mía, ¡Qué lejos estás! Ya ves, me he
obligado a escribirte, acostumbrada como estoy a hablarte, o a gritarte, dependiendo
del día. Parece que ahora toca, cuando nos ha pasado el medio siglo de vida y estamos
disimulando las canas de las cejas, mientras vemos como comienzan a caérseme
las mejillas y los pliegues del cuello y pecho.
Entre
dónde estás tú y dónde estoy yo, se mantiene el espacio que cubre un charco en
invierno. El tiempo de deshacer mil veces el equipaje y, así desordenado, desplegarlo
sobre mi cama. No, no me he ido a
ninguna parte. ¡Ojalá!
Alguien me ha cedido un lugar en la
plataforma de embarque y aquí sigo. Enredada en el rellano de mi propia
escalera, comprando y devolviendo billetes, para los que a ser posible no me
haga falta visado.
Te miro, y ahora pienso, ¡qué bonita! Mi
princesita, como nos empezó a llamar la abuela hace una década, cuando
entrábamos por el patio al lugar donde naciste. ¡Buf! Respiremos, que sé que no
te has olvidado, como tampoco del camino al cementerio. Vecino inevitable de
las fiestas de infancia en el San Pedro, donde ahora enmudecen los fantasmas.
¿Qué contarte? De todas las cosas que
nunca tuve contigo, mi propio baño, una cama grande, una mesa redonda en la
cocina y un motor que me lleva de una ciudad a otra, me culpo cada día de
seguir sin comprarme unos zapatos cómodos.
De las cosas que no hice, mencionarte que como
te temías no llegaste a crecer hasta el uno sesenta ni a estudiar para
corresponsal de guerra. Por otro lado, mantenemos la virtud de la impuntualidad
por la que, solo a veces sufro más que las que me esperan. Ahora, sin embargo, comemos
todo lo que me pongo en el plato.
Lo de trabajar en el ayuntamiento de la
ciudad que me vio crecer ha sido todo un giro de guion. Mientras unas almas se
han marchado y otras aguantan conmigo en las calles que envejecen y que hacen
desaparecer las medidas de mis yos, el tuyo y el mío.
Ya no están, ni M., ni F.,
R, M., P., C., … y si están, no los veo. Hace mucho que se
han ido papá, las abuelas, los tíos de América… y a la tía A., una
demencia hace mucho que la tiene secuestrada.
Mamá se va manteniendo en la depresión
líquida de la vejez y A., tu hermana, se ha alejado tanto, que ya no la
reconocerías. Y, en cuanto a mí y lo de seguir aquí, entre letras, mientras se
me va secando la vagina, solo se explica como una prolongación de nuestro TOC.
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