I
Que me gustaba leer, lo sabían todos. Así que cuando
el ayuntamiento de Verea decidió deshacerse de los libros viejos que aparecían
por los rincones, a la abuela Carme le pareció buena idea guardar un par de
ellos. Del que nos enamoramos mi hermana Ana y yo, fue del de Ascarza, La niña instruida.
Aquel libro de principios de siglo, se había
convertido sin querer, en el cuaderno de vacaciones más extraño que dos niñas,
nacidas en el último tercio del XX, podíamos tener. Y es que, además, cuando en
pleno verano auriense mamá nos mandaba hacer las tareas de casa, los que se
decía en los renglones de ese libro nos hacían dudar entre si primero debíamos
pasar el polvo o si era más adecuado empezar por coger la escoba.
Lo más sorprendente vendría después, y es que, en una
ocasión ya adultas, mientras las dos visitábamos juntas el Reina Sofía, se nos
apareció en una obra audiovisual como una estrella de cine. En ella salían
escuelas e infantes de los años veinte, treinta, cuarenta…, entre los que
seguramente la abuela Carme se hubiera reconocido.
Nunca lo regalé, y aunque está bastante hecho polvo
sigue conmigo.
II
La construcción, y lo que queda de ella, está de
camino entre dos aldeas. Entre aquella de donde era mi otra abuela, la Francisca,
y el lugar al que luego se fue a vivir con don Joaquín. Un hombre veinticinco
años mayor que ella, y con el que se casó, después de haber parido ya a las dos
hijas mayores.
Precisamente, Albina, como realmente se llamaba mi
tía, era la segunda, y fue ella la que le puso nombre a mi madrina y de la
que heredé, de rebote, el mío.
Lo poquito que supe de aquella circunstancia fue que mi
tía se enamoró mientras aprendía a leer, de la
niña bien instruida protagonista de la saga de relatos que había creado la
inspectora de enseñanza.
Lo que pensó mi madre, sin embargo, era que me querían
bautizar como Soledad. Y como a ella le pusieron Dolores, y en cuanto pudo solo
se dejó llamar Lola, puso la condición, innecesaria a mi modo de ver, de que,
de Soledad nada.
Para cuando cayeron en mis manos los dos primeros
textos de Álvarez de Cánovas, yo ya era una adolescente y la Marisol de Pepa
Flores, hacía tiempo que había hecho invisible a su antecesora. Se la había
comido en papel y en el cine.
Aunque no parecía ser su actriz favorita, mi madre
debió pensar que siempre sería mejor que otras opciones. Y al cura tampoco le
importó el diminutivo.
Recuerdo que papá nos contó que le iban a poner
Sergio, pero que en el último momento le bautizaron con el nombre de un tío
suyo emigrado.
Una mañana años después del mundial de fútbol, aquel
hombre, moreno, de ojos pequeños y oscuros, y hay que decir, que bien parecido,
se nos acercó con una amplia sonrisa a contarnos algo. En la radio habían hecho
un concurso al nombre más feo de España. Y el suyo, había quedado honrosamente
de segundo.
La verdad, es que a mí tampoco me gustaba, pero no
importaba, porque para mí siempre era papá.
Ni aun sabiendo que no era Soledad, ni aún antes de
conocer a Mari-Sol. Ocasión que se dio al revisar la colección de la biblioteca
católica, hoy desaparecida, Buenas lecturas.
A la que acudí
con morbosa asiduidad cuando estudiaba el bachiller para recrearme con la
lectura y las imágenes de aquellas obras impresas entre los años cuarenta y
sesenta.
Pero volviendo a lo de mi nombre, como no quise ser
Marisol, ni Soledad, ni Sole, ni Sol, me volví Mari. El hipocorístico, acabado
en y griego o latino, más compartido del país, y del mundo si me apuras.
Eso sí, del que he renegado cada vez que en el mismo
cuarto hubiese otra Mary, para conformarme sin remedio, como mi padre, con el
de Marisol.
Y por hoy, nada
más, otro día, si te parece, creo que podría contarte como llegó a mí otro
nombre, mi heterónimo, Nela.
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