Mari-Sol pequeñita

 

I

Que me gustaba leer, lo sabían todos. Así que cuando el ayuntamiento de Verea decidió deshacerse de los libros viejos que aparecían por los rincones, a la abuela Carme le pareció buena idea guardar un par de ellos. Del que nos enamoramos mi hermana Ana y yo, fue del de Ascarza, La niña instruida

Aquel libro de principios de siglo, se había convertido sin querer, en el cuaderno de vacaciones más extraño que dos niñas, nacidas en el último tercio del XX, podíamos tener. Y es que, además, cuando en pleno verano auriense mamá nos mandaba hacer las tareas de casa, los que se decía en los renglones de ese libro nos hacían dudar entre si primero debíamos pasar el polvo o si era más adecuado empezar por coger la escoba.

Lo más sorprendente vendría después, y es que, en una ocasión ya adultas, mientras las dos visitábamos juntas el Reina Sofía, se nos apareció en una obra audiovisual como una estrella de cine. En ella salían escuelas e infantes de los años veinte, treinta, cuarenta…, entre los que seguramente la abuela Carme se hubiera reconocido.

Nunca lo regalé, y aunque está bastante hecho polvo sigue conmigo.

II

 Antes de seguir, pido perdón, por el rodeo. Pero, Mari-sol pequeñita apareció después. Josefina lo escribió para mi tía Binocha casi en el mismo año, el de mil novecientos cuarenta y dos. En el que, por cierto, el hermano que le seguía, mi padre, nació. Hoy imagino que ambos textos hubieron de compartir estantería en la casa que hizo de escuela durante la infancia de los hermanos.

La construcción, y lo que queda de ella, está de camino entre dos aldeas. Entre aquella de donde era mi otra abuela, la Francisca, y el lugar al que luego se fue a vivir con don Joaquín. Un hombre veinticinco años mayor que ella, y con el que se casó, después de haber parido ya a las dos hijas mayores. 

Precisamente, Albina, como realmente se llamaba mi tía, era la segunda, y fue ella la que le puso nombre a mi madrina y de la que heredé, de rebote, el mío.

Lo poquito que supe de aquella circunstancia fue que mi tía se enamoró mientras aprendía a leer, de la niña bien instruida protagonista de la saga de relatos que había creado la inspectora de enseñanza.

 

Lo que pensó mi madre, sin embargo, era que me querían bautizar como Soledad. Y como a ella le pusieron Dolores, y en cuanto pudo solo se dejó llamar Lola, puso la condición, innecesaria a mi modo de ver, de que, de Soledad nada.

Para cuando cayeron en mis manos los dos primeros textos de Álvarez de Cánovas, yo ya era una adolescente y la Marisol de Pepa Flores, hacía tiempo que había hecho invisible a su antecesora. Se la había comido en papel y en el cine.

Aunque no parecía ser su actriz favorita, mi madre debió pensar que siempre sería mejor que otras opciones. Y al cura tampoco le importó el diminutivo.

 III

 Tengo que añadir, que en mi casa parece que no escogieron bien el nombre a ninguno. Ana Belén, mi hermana, se desprendió del Belén en cuanto pudo, como lo había hecho mamá con el Dolores, y como no lo hizo, a pesar suyo, nuestro padre con el Demetrio.

Recuerdo que papá nos contó que le iban a poner Sergio, pero que en el último momento le bautizaron con el nombre de un tío suyo emigrado.

Una mañana años después del mundial de fútbol, aquel hombre, moreno, de ojos pequeños y oscuros, y hay que decir, que bien parecido, se nos acercó con una amplia sonrisa a contarnos algo. En la radio habían hecho un concurso al nombre más feo de España. Y el suyo, había quedado honrosamente de segundo.

La verdad, es que a mí tampoco me gustaba, pero no importaba, porque para mí siempre era papá.

 IV

 ¿Y yo? Nunca, nunca, quise ser Marisol.

Ni aun sabiendo que no era Soledad, ni aún antes de conocer a Mari-Sol. Ocasión que se dio al revisar la colección de la biblioteca católica, hoy desaparecida, Buenas lecturas.

 A la que acudí con morbosa asiduidad cuando estudiaba el bachiller para recrearme con la lectura y las imágenes de aquellas obras impresas entre los años cuarenta y sesenta.

Pero volviendo a lo de mi nombre, como no quise ser Marisol, ni Soledad, ni Sole, ni Sol, me volví Mari. El hipocorístico, acabado en y griego o latino, más compartido del país, y del mundo si me apuras.

Eso sí, del que he renegado cada vez que en el mismo cuarto hubiese otra Mary, para conformarme sin remedio, como mi padre, con el de Marisol.

Y por hoy, nada más, otro día, si te parece, creo que podría contarte como llegó a mí otro nombre, mi heterónimo, Nela.

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