Paroniria

Aún no sé, pero el caballo se me ha pegado a la espalda. Su cola de pez se me enreda en las piernas. Todavía no le encuentro el sentido, pero sus ojos han envuelto mis gafas en cortinas-servilleta y, no me gusta.

Ayer, de camino a casa, se me paró una mujer con su hijo. Bocinó desde el coche. Me representó su vida, como si se me abriese un antiguo agujero negro, de esos que ya se habría cerrado años atrás, en las anotaciones de las páginas del diario personal. Al tiempo, las pestañas del niño me abanicaron un no sé qué desagradable. Su sonrisa no me invitó a mejores sensaciones. Aguanté la conversación como si tal cosa y, no mostré la náusea que se me iba encendiendo en los intestinos y que circulaba en sentido contrario, hacia el estómago.

Acostumbrada a esto último, sé que no sucede por nada. Ocurre más bien, por la incoherencia entre el lenguaje corpóreo y lo que me sale a través las amígdalas amputadas en la infancia. Debo añadir que tengo por costumbre ser cordial y atesoro un buen carácter del disimulo. Así que en estas lides, no pierdo energía en apretar los dientes y no suelo apartar la mirada.

Todo esto, si no acerco demasiado mi intimidad, porque es entonces cuando siento el revolotear de las víboras en la dermis de las plantas de los pies. Y estos gusanos, con o sin veneno, siempre me invitan a huir.


No hay comentarios: