Club de lectura

Corrige mis versos y se cuela en los paréntesis. Cree que puede manejar las crines de las alas de mariposa que guardo en el cajón de la mesita del almuerzo de invierno y, por eso, se me empaña en el parabrisas del fórmula uno que aparco en la oficina todos los días, un poco más tarde de las ocho, más tarde porque llego tarde y que se queda hasta un poco después de las tres, luego de las tres porque salgo también tarde, para llegar tarde a la comida, a la siesta o a la clase de deporte, y a la de arteterapia y al club.

Al de lectura, donde escondo los cojines a los que intento abrazarme en el sofá, a deshora, delante de la serie de televisión que me explica lo desafortunada de la vida en el ahora y en el anteayer. Procuro no entorpecer, pero la garganta se acuerda y penetra en verbos tartamudos, bajo un paraguas sordo de bolitas de nácar que revienta en la sed propia para deslizarse en el canto cobarde de la historia que a esta altura aún no comencé a contar. 

Aquella que elucubra antes estirarse en la sala de espera de la dentista y a apretar el culo en la silla del protésico. La que cuenta hacia atrás en el respaldo de la piscina para ahogarse en el plumón de la manta abotonada de azul cobalto, y que se envuelve sobre sí misma para ser leída, por alguien que se abandona unos segundos, aquí, conmigo, ahora.

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