Desde niña despreciaba cada una de las cosas que me parecían importantes, y consideraba mis acciones, insultos. Mamá no sólo le seguía el discurso, si no que lo había comenzado mucho antes, a principios de verano, poco después de tenerme, en el cuarto oscuro de la casa de la abuela. Supongo, que no había estado tan tempranamente en sus planes y por eso tal vez, se empeñó en repetir como un mantra, que era sietemesina. Hasta que, una tarde de truchas en las riberas del río Ourille, esta afirmación hizo reir a su cuñada y a mi padre.
Recuerdo con mucha ternura aquel día, y habría devuelto tiempo de vida por repetir aquellos lugares emocionales, sin embargo, todo venía torcido, desde al menos una o dos generaciones, y poco podía hacer para impedir ser como era yo y los que comiamos en la misma mesa, y que ello nos hiciera tan infelices a todos.
Antes del viaje a Roma, lo habíamos intentado una vez, en Marraquesh, lo que mejor recuerdo es que aturdida por el dolor del esguince y esperando que el viaje se terminase de una vez, sentía como, ya el primer día, me hartaba de seguirlos, a ella y al bereber. Por todas partes, en círculo, a derecha e izquierda, del zoco a Jamaa el Fnaa y al revés, y como sobre todo, como me teledirigía, haciendo justo lo contrario a lo que ella misma me había repetido días antes, como la oratoria de un rosario, en el avión y al llegar al hotel.
Desde el primer minuto de llegada, habíamos sido objetivo de los piropos con franco sentido comercial, y desde ese mismo instante, mi hermana hizo lo que ya había hecho otras veces, olvidarse de todo para concentrarse en su yo emocional, mientras yo intentaba caminar detrás de ella, como la sombra de un perro feo y torpe. Mi desconcierto sólo había empezado a crecer hasta que el que se puso inmenso fue el tobillo izquierdo, al tropezar con el voladizo de la acera, alto de más al menos para mí, y, supongo que para muchos de los turistas, y que me hizo caer a la carretera de la avenida Mohamed V.
Al menos, no me pasó por encima ninguno de aquellos taxis viejos, pensé, al tiempo que Juana me gritaba si estaba bien, como si con la palabra pudiese cortar el dolor. Decidí morderme a mí misma, comprar una tobillera enorme, que sólo ayudó a autoengañarme los cinco días que pasamos en el país hasta que, en la vuelta, ya casi en casa, acabamos en urgencias y con una baja que, idiota de mí, no cumplí completa.
Decidí entonces, olvidarme de aquello que me iba jodiendo cada día y retomar las vacaciones que habían empezado de puta pena, y eso hizo que lo que comenzaba como un estribillo salido de los sentidos exterocepcetivos de Juana, terminase como los souvernirs, vomitados por las tiendecitas que veiamos a nuestra vera.
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