Del dolor y de otras rosas

Cuando ya se terminaba, y el cadáver envuelto en su caja quedaba enmarcado en la sepultura, comenzó a arrancar las cintas.
-Pero, ¿Qué hace?
-Para saber...
-¿Quién le manda?

Entonces, uno de los hijos se acercó dulcemente para indicarle que parase, que ya los habían anotado y, luego la invitó a dejarlas entre las piedras.

Si ella hubiera pensado un momento, sabía que no estaba en el fuero de los apellidos, reconfortar la pérdida con agradecimientos externos, no era su estilo. Y que, aunque no hubiese sido así, su carácter hacia el gobierno, era en muchos de los casos, un insulto para sus allegados.

Para aquella mujer, la pertenencia habría sido, desde el corto periodo de infancia en casa de la abuela, una ensoñación de caminos pervertidos, una losa que se le enroscara al cuello, y que se soltaba en la construcción de su identidad a través de los que iba escogiendo, o al menos eso iba creyendo,  en vecindad.

Era habitual, y lo es ahora también, que todos aquellos que llevasen el apellido de su marido o el propio, eran sentidos como a un alérgeno y se defendía de este, distanciándolos de ella  y de sus hijos. Pero con el tiempo, volvía a reencontrarse con ellos, en la llegada al tanatorio, a donde acudía puntual desde, sobre todo, la jubilación. 

Su primo, no iba a ser diferente, y allí estaba, ofreciéndose a los huérfanos, para lo que se necesitase, ahora que se iba enfriando el cuerpo del difunto.

No hay comentarios: