Una
hora antes aparqué el coche junto a las vallas y revisé mis bolsillos. Luego, saqué
la bolsa del maletero y esperé fuera hasta que escuchamos los altavoces. En el
estómago algo me daba vueltas, pero me contuve. Allí estábamos, entre dos
puertas de cristal y aluminio, entregando los paquetes y mostrando los DNIs.
Por
fin abrieron el segundo acceso. Mientras nos descalzábamos, dejamos lo poquito
que llevábamos encima en las bandejas y pasamos por el escáner. Se escuchó la
voz de los guardias repitiendo nuestros nombres y a la gente revolviéndose entre
zapatos y cinturones.
Atravesamos
un túnel de cristal, puertas, pasillos, más puertas. Los más acostumbrados sabían
que había que volver a esperar: “Menos, pero hay que tener paciencia”. Entonces,
de nuevo, nuestros nombres:
—¡Dolores
Martínez, cabina diecisiete!
—¡Dolores,
Dolores!
—Vooy,
ya vooy…
Caminé
nerviosa mirando los números en las puertas. Entré en el cuartito. Sara ya
estaba dentro:
—¿Cómo estás?
—¡Joder!
Me respondió enfadada.
—Ya sé, ya sé.
Repliqué ruborizada mientras sentía el frío húmedo de Teixeiro.
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