EL BUEY MANSO

 

Hacía bueno. Por eso no me extrañó escuchar el barullo que venía del Obradoiro. Apenas quedaban tres minutos para las cuatro y en el estómago sentía el torbellino de la ansiedad por la certeza de que llegaría tarde.

Lamentaba la idea que había tenido de pasar por la facultad de Económicas a saludar a Ana y a Marcos y luego, tener que echar a correr Xoan XXIII hasta llegar al callejón de Val de Dios.

No me quedaba tiempo para ensoñaciones. A pesar de que caminar en paralelo a los muros de San Martiño Pinario me hacían experimentar una sensación de abrazo con la roca que había servido para construir la almendra de la ciudad.

Al principio de la Travesía de las Dos Puertas, seguía preocupada. Aún me quedaba aquella cuesta y luego subir las escaleras del Seminario hasta la segunda planta donde estaba la escuela de Trabajo Social, justo encima de la de Teología.

Entonces, vi a aquel joven y chillé.

 

Salió de ojos azules, cabezón y casi sin ningún pelito. En seguida le llegaron para poblarle la cocorota de un suave nido rubio. A la mamá Lucía le encantaba su segundo hijo. No lo disimulaba con las vecinas, ni con su suegra. ¡Tan doradito de piel y tan claritos los cabellos!

De pequeño la acompañaba a todas partes. Se quedaba a un lado leyendo el cuento de la Isla del Tesoro, mientras ella vendía las hortalizas y los huevos a las mujeres que iban a coger el pescado a la plaza.

También lo llevaba de casa en casa, cuando cargaba con la lechera para amamantar a la familia de algún doctor o de un profesor de universidad. En aquellos días, era fácil verlo arrastrando su diestra por la pared detrás del culo que cargaba con el cántaro.

¡Qué bonito el chiquillo! Repetían la señora y la cocinera de la casa y se volvían para traer alguna galleta o algunos duros para caramelos.

Eso les decían. Sin embargo, la mamá se los guardaba en el bolsillo del mandil, mientras el niño la miraba sin protestar. No lo hizo hasta una noche en que, con doce años, tiró el plato de la cena. Aquellos trozos de porcelana se aprovecharon para romper el invisible cordón que la mujer se empeñaba en anudar entre ellos. Así se fue alejando en su dormitorio, en el patio del colegio y en el humo de los ducados.

Superaba el cuarto de siglo cuando se cruzó conmigo. Con mal aspecto y hablando solo, subía y bajaba la Travesía. En tanto deslizaba su brazo derecho por la inmensa pared blanca que escondía la huerta del Pazo de Xelmírez.

Entonces, se arrancó de esta para acercarse a mí con urgencia. Una sensación extraña me hizo levantar la mirada. Logré ver el gesto de su cara. Contrariada veía como se aproximaba con confianza. Segura de que no le conocía reparé que había algo raro en sus pantalones.

La cremallera estaba abierta. Fuera de ella, se balanceaba un pene flácido.

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