Se enredan los cielos y el suelo,

se enfrentan, el solado y el soldado.
El cucharón se disuelve en la sopa
y el armador no tiene cazadores.
Disparan sublimes mareas sobre playas
que ya desnudó la tormenta. Ruedan las débiles piedras, se envuelven
de nocturnidad. Ya no flotan las raíces del paredón. Ya no hay edad.
Ya no recuerdan al vidente SOLLOZANDO ANTE LA MUERTE.
Porque donde no hay nada,
nada importa.
El aborigen aborrece la camisa plateada que calza el macho al alba;
y yo, suplico que me busque en los subterráneos y me devuelva la luz
que el gusano te robó.
No puedes avanzar los enjambres de corolas, te sorprenderían
los aromas homicidas y, yo no podría seguirte.
Mi ciego rey,
vente, y, luego, vete.
Anhelo un hueco en tu siesta, y mientras desciendo
                                        al comedor, y las encinas revolotean
                                        en las sillas, y tropiezan los panes
                                        con tu salsa;
quisiera coronar mi corazón con tu anillo,
bailar con tus pies descalzos,
sonrosar el vello de tus melancolías.
Conatos de anciana por respirar
                                                        como en mayo, tareas de velero
                                                                                                   frente al viento.
Acecha al esclavo, tesoro robado al templo.
Se derriten moras en el plato, se queman moscas en la ceniza,
se adiestran cirios.
Bechamel que amela belfos. Senderos de leche que pincela la soledad
y que borra el pudor de ansiedad ennoblecido.
Porque el aire disuelve tus dientes de azúcar
                                                y se empapa tu lengua de sal.
Barbiquí mediocre que enamora la piel del encadenado, pellejos
que se quiebran bajo la lámpara. Sombreros que se despegan del café
arrojado en el letargo del ácrata saciado de vulgaridad.

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