En la puerta de la eternidad

 

En pijama azul, junto al fuego, sentado en la silla, el viejo esconde sus arrugas. Se duele a sí mismo entre sus manos gastadas. Sus zapatos se sujetan al suelo mientras tal vez el alma lucha por no salir de su arca.

En Vincent van Gogh

La boda III

O sea, la boda fue en la Robleda. O sea, yo, es que, llegué impuntual, sabes… Pero, me dio tiempo a leerles el poema del “Se querían” del poeta Aleixandre. Fue un momento súper-bonito, muy guay.

Después, pues, hubo un tapeo. Las seafood croquettes estaban buenísisimas y nos hicimos unos selfis chulísimos. Entonces nos avisaron para entrar en el comedor. Y allí fui con mi monísimo vestido rosa a sentarme. Y chica, o sea, se abrió la cremallera, y pensé, vale ¿y dónde está my crush en este momento? Sabes… 

La boda II

 Los colegas se casaron en la Robleda. Yo, como siempre, había llegao tarde. Pero en la misa, chaval, me dio tiempo pá leer lo que me habían mandao:  El poema ese del “Se querían” del Aleixandre.

Después del papeo del principio, donde nos pusieron de too, nos hicimos unos selfis.  Luego, fue cuando avisaron para sentarse en las mesas. ¡Muy guay y tal!

Pero, ¡Joer, entonces me reventó la cremallera! ¡Muy fuerte, chocho! Por desgracia, no vi a ningún tío bueno pa salvarme.

La boda

         Se acababan de casar en la pequeña iglesia de la Robleda. Como siempre, yo había llegado tarde a la ceremonia. Por suerte, había llegado a tiempo para cumplir la promesa de leerles el poema de “Se querían” de Aleixandre.  

Después del entremés del convite entre risas, fotos y croquetas de marisco, entramos ordenadamente en el comedor y nos fuimos sentando. Ahí fue cuando lo sentí… un suave ruidito en mi espalda.

La cremallera se había desencajado y el bello vestido rosado, de los más bonitos que me había puesto nunca, se abrió. Para mi disgusto, aquello no era ni de lejos, una escena de La fiera de mi niña y el doctor Huxley, por supuesto, no estaba en la sala.

Interna II

 

Vaya, aquí estás. Una, dos, tres, cuatro y tú cinco, personas atrapadas. Tan pegaditas unas de otras, tan, tan... Ahí viene una de histeria, la mujer rubia. Y no porque sea rubia, no, no, ni teñida, es porque es la que literalmente está dando patadas a la puerta. ¡A una puerta doble de metal! Bueno, doble no sabes si es.

Vaya, entró el hombre héroe para abrazar a la rubia. No, no, no entró nadie. Recuerda que al menos en los últimos cuarenta o cincuenta segundos, nadie entró. No podría, estáis bloqueados. ¿A quién se le ocurre subir en plena tormenta? La verdad, a cualquiera, que aquí en invierno, siempre llueve.

Veeenga, a gritar… ¡Qué pesadilla! No, no, por lo de estar en el ascensor no… ¡Qué estamos en una facultad! Por uno, dos, … cuatro, por los cuatro bobos que te acompañan. ¿Qué pasa? Alguien está… ¿de verdad? Alguien está golpeando la puerta desde fuera. ¿Se está doblando? Sí, sí… aquí están cinco sardinillas al natural. Bueno, unas más naturales que otras.

Puum, puum. ¿Es la bedel metiendo su cabeza a la altura de tus pies? Uno y dos, bailan, te empujan hacia atrás. Tres se pone en cuclillas para saltar. Mientras, tú piensas, ¿quién pudiese quedarse encerrada de nuevo? Pero, ¡sola!

Interna

 

Una hora antes aparqué el coche junto a las vallas y revisé mis bolsillos. Luego, saqué la bolsa del maletero y esperé fuera hasta que escuchamos los altavoces. En el estómago algo me daba vueltas, pero me contuve. Allí estábamos, entre dos puertas de cristal y aluminio, entregando los paquetes y mostrando los DNIs.

Por fin abrieron el segundo acceso. Mientras nos descalzábamos, dejamos lo poquito que llevábamos encima en las bandejas y pasamos por el escáner. Se escuchó la voz de los guardias repitiendo nuestros nombres y a la gente revolviéndose entre zapatos y cinturones.

Atravesamos un túnel de cristal, puertas, pasillos, más puertas. Los más acostumbrados sabían que había que volver a esperar: “Menos, pero hay que tener paciencia”. Entonces, de nuevo, nuestros nombres:

¡Dolores Martínez, cabina diecisiete!

¡Dolores, Dolores!

Vooy, ya vooy…

Caminé nerviosa mirando los números en las puertas. Entré en el cuartito. Sara ya estaba dentro:

¿Cómo estás?

—¡Joder!

Me respondió enfadada.

—Ya sé, ya sé.

Repliqué ruborizada mientras sentía el frío húmedo de Teixeiro.

Versus 3

 

En el compartimento dos viajeras ven entrar a un hombre con una mochila. Las dos regresan a casa por Navidad. Una de ellas es una estudiante de dieciocho años, la otra, una mujer madura.

El hombre con mal aspecto lo ocupa todo. En el camarote, enrarecido por el olor a cerveza y a calle, solo se le escucha a él. Habla con especial confianza con la estudiante y orgulloso le relata sus viajes y experiencias.

Están llegando a Sanabria donde la mujer tiene previsto bajarse. Antes de apearse, preocupada por la joven, la mujer madura avisa al supervisor. Este se acerca a ella y la invita a cambiarse. La joven tímidamente rechaza la idea.

Versus 2

 

Tendría unos dieciocho años y era muy poquita cosa. Un metro sesenta, más o menos, delgadita, de pelo y ojos oscuros. Cuando entró aquel hombre, ella solo me miró. Él llevaba una mochila que posó en el suelo para sacar un par de cervezas y luego, recostado hacia la ventanilla, estiró sus piernas encima de los asientos. Dijo que se llamaba Manuel.

Recuerdo que entonces le habló de un pueblo hippie en Ourense que él conocía, también que trabajaba el cuero para venderlo por la zona. El tipo desaliñado invitó a beber a la joven, mientras él mordisqueaba un bocadillo.  

Sentía, al tiempo, que cada vez que aquel hombre se movía o le daba un sorbo a la lata, el camarote se nos hacía más sofocante.

Yo me bajaba en Sanabria y por lo que sabía a la joven  aún le quedaban unas tres horas de viaje. Eso me preocupaba, así que, antes de apearme, le di un toque al supervisor.