No se oyen los pies del mendigo,

ni el mugido del árbol asesinado por la oruga.

No se ven las siluetas de las sombras, ni las alas del viento,
cuando gritan las gentes en las aceras, cuando salen a las ventanas
para sorprender a las voces, para insultarlas.
No sonríen los chocolates.
Encarnados encajes se sulfuran con las algas que les obsequian
las áncoras que ofrecen a Casiopea.
               No susurres niña,
que tus aceites saben a almíbar
                                                     pero tu voz condena.
               No repliques muchacha,
pues tus serenos cantos
no silencian las rabias de la cena.
¿Virtudes?
Qué comercias.
Posees dos secos pechos, 
           dos ojos que deliran con el hielo
del infierno.
Ladino rubor que serpea anhelando las nueces que se ocultan de las grosellas.
Qué me vendes.        
                                                                                                             Vete.
Allí todas las formas se cruzan entrelazadas,
ánforas vacías de pueblo.
Aquí ninguna mujer se enoja
ante la expresión muda  de la duda.
Pudores son rencores de la lava y de la roca.
No se mueren, no se duermen.
Y mientras comulgan los caimanes, van los sapos a lavar sus lenguas
en la madriguera.
Que no regresen. Que vayan.
Vente que han perdido una batalla.
Fósforos se encienden entre mis dedos, chispas se apagan en mis manos,
puños infantiles, congojas que exasperan al perdón del absuelto con castigo.
Se aburren los verdugos, se han humedecido las cuerdas, han envejecido
los yugos y las piernas ya no se levantan del suelo. Ya no hay,
una sola expresión frenética de avance. Ya no se llenan los locos
de sangre. Ya no respiran alcohol, los mendigos.

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