Ayer creí que no quería más mi compañía.

Sobran mis pensamientos.
¿No podría olvidarme de vez en cuando de mi misma?
No recordar la forma de mis huesos.
Muertas las cosquillas
de las milicias del mar,
las rías naufragan por estar dormidas.
Pálida identidad.
Rostro.
¿Qué empeños son los dedos del espíritu
que engangrenan las savias perezosas
                  de la sangre femenina?
Ya sé. Ya sé. Non soy dueña de ningún dios, ni siquiera madre.
No puedo cambiarlo,
no puedo cambiarte,
no puedo cambiarme.
Entonces tu silencio me susurra:
Que no amas a la piel de seda,
que temes perversamente destruida en un cuerpo
que dicen que es tuyo.
Y yo callo.
Prisionera de viejas angustias heredadas.
Si no encontré lo que buscaba, no fue porque no lo soñé.
Pero dudo de las piedras bañadas en el agua tibia, dudo
de las súplicas, de las caricias que dicen darse 
a cambio de lo que yo poseo.
Porque qué señales son las que no mienten
al susurrarme señoriales sendas,
al encontrarse detrás de una esquina
con el fraile que descalzo se burla de mi fantasía.
                               Sea, 
                               lo que ellas dicen. Sea, por encima de mi locura.
                               Sean tentadoras y tímidas, 
las voces que se prohíben tras la puerta.
Pero no me chillen los ruiseñores
que se esconden en los callejones.

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