M65

El soldado ya se había acercado al hostal para pedir un cuarto, tres días atrás. En su deneí ponía que era español, pero hablaba tan correctamente portugués que hacía pensar que no lo era. Según él mismo habría contado en alguna ocasión, había vivido hasta los diecisiete en ese país, hasta que su padre fue relevado de su puesto por viejo: Y es que superados los setenta ya no servía como chafariz, ni para ninguna otra cosa. Los dedos del viejo estaban demasiado agarrotados y los músculos apenas se le dibujaban.   

En la recepción, la mujer no hizo caso al acento y se limitó a anotar los datos y a preguntarle si quería cenar antes de acostarse: La verdad es que sí, algo calentito no estaría mal. Cuando entró, todo el comedor olía a garbanzos. Pero no le apetecían, así que escogió una sopa y algo de fruta. Cuando terminó subió a su cuarto sin decir nada. De camino se cruzó con una pareja y antes de entrar vio a una joven sentada en el pasillo.

El baño de un horrible color pardo, se hizo agradable al meterse en la ducha. Con el ruido del agua olvidó la pesadez de las tareas que le esperaban en los siguientes días. Mientras tanto, iba esquivando el pensar en algo y se dejaba llevar de los algodones enmascarados por el olor a lavandería. Y esto,  hasta que se durmió.

De mañana temprano, subió la persiana y miró en dirección al sol. Con sensaciones agradables, en pantalones cortos y camiseta, bajó a desayunar. La atendió la misma mujer: Café con leche oscuro, respondió y poco después, hundía el par de magdalenas y apartaba las mermeladas. Sin perder de vista el reloj, avanzó hacia la barra y dejó el recado de que no vendría a comer.

De vuelta a su cuarto, mientras se ponía la guerrera, escuchó a la pareja retorcerse en sí misma. Respiró hacia sí y salió. Ya en la calle le esperaban algunos compañeros. Subió al camión y esperó en silencio las órdenes. Uno de los superiores encargó a Ramón que fuese a por un café, el otro, que un par de hombres recogiesen las mochilas en la tienda.  Sobre las ocho estaban diseñando movimientos y estrategias. Hacia las nueve y media, habrían decidido la hora de ataque: Sobre las diez, sí señor.

Revisaron los equipos hasta las once más o menos, y luego se fueron a almorzar. Luís contaba historias que hacían reír, porque sí, porque hacía falta. Gloria se miraba el uniforme por si algo desentonaba y Juan la miraba a ella. Andrés gritaba pidiendo un poco más de azúcar y Fernando exigía silencio inútilmente, para leer el periódico. El bar se despejó en tres cuartos de hora y los soldados siguieron en sus cometidos. Cada uno de ellos expuestos a una función, fueron colocándose disciplinadamente en el hueco que le dejaba el anterior.

Cuando llegaron las dos de la tarde, se les permitió bajar a la playa. Pidieron sardinas con patatas fritas y refrescos fríos. Alguno se atrevió con una cerveza, a pesar de que no estaba permitido, y charlaron como en la mañana, sobre lo que se les fue ocurriendo. Los mozos que les servían corrían de un lado a otro, evitando broncas gratuitas y definiendo caminos y clientes. Adela se fijó en Gloria,  a la que invitó a tarta de café mientras la interrogaba sobre la cuestión de identitaria. Andrés no juzgó la situación pero se enfadó porque su doble de azúcar no llegaba. Juan que perdiera la batalla de sentarse cerca, las observaba con descaro. Luís después de darle un codazo le río la gracia a los anhelos del soldado.  Molesto se quejó a Fernando y ambos se fueron a dar un paseo.

Agradecidos por el aire del pinar, se dejaron llevar por la conversación hasta que fueron interrumpidos. Andrés se encontraba indispuesto, habría comenzado a vomitar y con él Gloria. Se dieron cuenta rápidamente, de que algo de la comida les había sentado mal y que debían informar.

A los pocos que habían soportado bien la bacteria, les habían asignado el amargo honor de explicarlo a los superiores: ¿Todos? Una parte importante, comandante.

Se trasladó el ataque a la misma hora, pero del miércoles siguiente. Esperaban así la recuperación completa del batallón: Hacia las seis. Después decidieron que no había nada que hacer sin los que faltaban, así que los que no estaban en el hospital, regresaron a sus hoteles.

Decidió cenar en un pequeño local del puerto. En él que esperaba no encontrarse con ninguno de los compañeros supervivientes de la intoxicación, pero Juan había tenido la misma idea. Le saludó desde su mesa. Pronto descubrió que felizmente al compañero tampoco le apetecía compartir espacio y tiempo.

Pidió caldo de judías de primero y calamares de segundo. No quiso ni postre ni café pero aceptó el chupito de aguardiente. Tres horas después  se dio cuenta de que tan solo quedaba él, cuando un hombre le pidió que terminase que querían recoger.

En el camino de regreso vio  a la mujer del pasillo, más en el suelo que en cualquier otra parte. Decidió acercarla al hotel. Entró avergonzado, arrastrándola a ella y a la peste de alcohol que se le pegó a la guerrera. Pidió las llaves de los cuartos y la dejó en el pasillo, intentando entrar.

Se duchó y se metió de nuevo en cama. Esa noche el calor no le dejó dormir y cuando por la mañana hubo de levantarse, no lo hizo. Sobre las doce, dos soldados, llamaron a su puerta: Debe usted presentarse cuanto antes.

Asustado se vistió y sin desayunar se vio delante del sargento escuchando que iba a pasar una noche en el calabozo. En silencio se retiró para ser informado de que dadas las circunstancias habían suspendido los ejercicios para aquel día pero que él por su acto de rebeldía debía comprobar cada una de las armas necesarias para esos días, y que no podría retirarse hasta finalizar.

Limpió y relimpió cada uno de los fusiles, contó granadas y fue guardando todo el material en su sitio. Eran sobre las tres de la madrugada cuando alguien se le acercó: ¿Quién va? Entonces escuchó unas risitas a su espalda. La mujer del hotel no se ocultó y se le acercó sin miedo. El soldado sorprendido intentó retenerla apuntándola con el primer arma que encontró: ¿Qué haces loco?, le arremetió el sargento que andaba cerca, ¡Vete!, ordenó.

Se retiró al hostal sin decir una palabra.  Al llegar, la mujer le entregó las llaves enfadada por tener que levantarse en mitad de la noche. Al menos pasó veinte minutos bajo el agua y sin secarse, se echó en la cama.

Se despertó cansado,  pero esta vez puntual, mojó las tostadas con mermelada en la leche y se fue. Al llegar al campamento, le dijeron que adelantarían las maniobras al lunes, y que les daban el domingo de permiso: Hoy,  si quiere, termine lo que se le encargó ayer, matizó.

No paró a comer ni a cenar, y sobre las once, volvió a sentir el aroma de las risitas. Esta vez pasó de la mujer, algo que debió ofenderla. Con intención de replicarle algo, se acercó.  Estaba delante de él cuando una rata se les cruzó. El chillido fue tan terrible que el soldado se echó sobre ella para callarla. Y entonces aún nerviosa, volvió a reír.

El hombre la cogió del brazo, la acercó a uno de los camiones, la metió dentro y allí, se le quedó mirando: ¿Cómo te llamas? M65. Es broma. No.

No llevo dinero. Pero, yo sí. Lamió sus mejillas y ensalivó los párpados. Sin apenas preámbulos, ambos se habían enchufado el uno al otro. Fue tan feroz como breve y antes de que el amante se vistiese de nuevo, M65 se había largado.

Pasada algo más de una hora, cansado y muerto de hambre, entró en una taberna para pedir algo. Lo que fuese que le hiciesen a esas horas. Se conformó con un bocadillo de tortilla francesa con atún y una caña. Se dejó caer en su cuarto hacia las tres y cuarto. Pasó la mañana sin salir, hasta que desde la recepción le dijeron que abajo alguien preguntaba por él.

Pensó rápido y animado les contestó que le dejaran subir. La sorpresa no fue la que esperaba, otro soldado se había encontrado a Juan en malas condiciones y le pedía ayuda.  Sin disimular su fastidio, se levantó y fueron a por él. Lo dejaron planchado, durmiéndola en un cuarto de una pensión a dos calles.

¿Una cerveza? Aceptó sin ganas y esperó en la mesa. A su lado, por desgracia, la familia del comandante pasaba la tarde entre helados y gafas de sol. Entonces descubrió, al otro lado de la plaza, a M65 acompañada de la camarera del chiringuito de la playa. Intentó que lo viese, sin ser demasiado descarado, pero no tuvo éxito. El que sí se dio cuenta, fue el compañero: Son bonitas. Y continuó hablando sobre la mala suerte que hacía que se alargaran los días allí, aburridos, sin hacer nada.

Se levantaron de aquella terraza, cuando el atardecer enfriaba sus pieles y después de un corto de paseo en que se cruzaron con la resaca de Juan, se despidieron para meterse cada uno en su ducha.

El lunes, estaban todos puntuales en el campamento. Repitieron las rutinas que ya habían replicado el jueves anterior e hicieron tiempo hasta las diez. El local de las sardinas estaba cerrado por sanción de la inspección y el de al lado se cuidó de no cometer errores.

En el minuto uno,  el simulacro comenzó sin incidentes, y a las dos horas ya había algunas bajas en todos los bandos. Siguieron instrucciones al pie de la letra, los de tierra, los de mar, los de aire y los demás.  En las contiendas, incluyeron para darle mayor realismo a los sanitarios del ambulatorio  y a los vecinos que se habrían querido apuntar. 

Entonces vio como  M65, vestida curiosamente con su mismo uniforme, se le acercaba. Le pareció que le estaba sonriendo sonreía mientras le apuntaba con el HK robada a algún otro. Comenzaron a jugar y él aceptó una muerte lenta a cambio de que le dijese que hacía allí aquella noche y si volvería a repetirse: ¿Por unos euros, tal vez? Se atrevió a añadir.


Y entonces, M65 cambió el rictus, agarró el arma y disparó hacia el estómago.

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