El soldado ya se había acercado al
hostal para pedir un cuarto, tres días atrás. En su deneí ponía que era español, pero hablaba tan correctamente
portugués que hacía pensar que no lo era. Según él mismo habría contado en
alguna ocasión, había vivido hasta los diecisiete en ese país, hasta que su
padre fue relevado de su puesto por viejo:
Y es que superados los setenta ya no servía como chafariz, ni para ninguna otra
cosa. Los dedos del viejo estaban demasiado agarrotados y los músculos
apenas se le dibujaban.
En la recepción, la mujer no hizo
caso al acento y se limitó a anotar los datos y a preguntarle si quería cenar
antes de acostarse: La verdad es que sí,
algo calentito no estaría mal. Cuando
entró, todo el comedor olía a garbanzos. Pero no le apetecían, así que escogió
una sopa y algo de fruta. Cuando terminó subió a su cuarto sin decir nada. De
camino se cruzó con una pareja y antes de entrar vio a una joven sentada en el
pasillo.
El baño de un horrible color pardo,
se hizo agradable al meterse en la ducha. Con el ruido del agua olvidó la
pesadez de las tareas que le esperaban en los siguientes días. Mientras tanto, iba
esquivando el pensar en algo y se dejaba llevar de los algodones enmascarados
por el olor a lavandería. Y esto, hasta
que se durmió.
De mañana temprano, subió la
persiana y miró en dirección al sol. Con sensaciones agradables, en pantalones
cortos y camiseta, bajó a desayunar. La atendió la misma mujer: Café con leche oscuro, respondió y poco
después, hundía el par de magdalenas y apartaba las mermeladas. Sin perder de
vista el reloj, avanzó hacia la barra y dejó el recado de que no vendría a
comer.
De vuelta a su cuarto, mientras se
ponía la guerrera, escuchó a la pareja retorcerse en sí misma. Respiró hacia sí
y salió. Ya en la calle le esperaban algunos compañeros. Subió al camión y
esperó en silencio las órdenes. Uno de los superiores encargó a Ramón que fuese
a por un café, el otro, que un par de hombres recogiesen las mochilas en la
tienda. Sobre las ocho estaban diseñando
movimientos y estrategias. Hacia las nueve y media, habrían decidido la hora de
ataque: Sobre las diez, sí señor.
Revisaron los equipos hasta las
once más o menos, y luego se fueron a almorzar. Luís contaba historias que
hacían reír, porque sí, porque hacía falta. Gloria se miraba el uniforme por si
algo desentonaba y Juan la miraba a ella. Andrés gritaba pidiendo un poco más
de azúcar y Fernando exigía silencio inútilmente, para leer el periódico. El
bar se despejó en tres cuartos de hora y los soldados siguieron en sus
cometidos. Cada uno de ellos expuestos a una función, fueron colocándose
disciplinadamente en el hueco que le dejaba el anterior.
Cuando llegaron las dos de la
tarde, se les permitió bajar a la playa. Pidieron sardinas con patatas fritas y
refrescos fríos. Alguno se atrevió con una cerveza, a pesar de que no estaba
permitido, y charlaron como en la mañana, sobre lo que se les fue ocurriendo.
Los mozos que les servían corrían de un lado a otro, evitando broncas gratuitas
y definiendo caminos y clientes. Adela se fijó en Gloria, a la que invitó a tarta de café mientras la
interrogaba sobre la cuestión de identitaria. Andrés no juzgó la situación pero
se enfadó porque su doble de azúcar no llegaba. Juan que perdiera la batalla de
sentarse cerca, las observaba con descaro. Luís después de darle un codazo le
río la gracia a los anhelos del soldado.
Molesto se quejó a Fernando y ambos se fueron a dar un paseo.
Agradecidos por el aire del pinar,
se dejaron llevar por la conversación hasta que fueron interrumpidos. Andrés se
encontraba indispuesto, habría comenzado a vomitar y con él Gloria. Se dieron
cuenta rápidamente, de que algo de la comida les había sentado mal y que debían
informar.
A los pocos que habían soportado
bien la bacteria, les habían asignado el amargo honor de explicarlo a los
superiores: ¿Todos? Una parte importante,
comandante.
Se trasladó el ataque a la misma
hora, pero del miércoles siguiente. Esperaban así la recuperación completa del
batallón: Hacia las seis. Después decidieron
que no había nada que hacer sin los que faltaban, así que los que no estaban en
el hospital, regresaron a sus hoteles.
Decidió cenar en un pequeño local
del puerto. En él que esperaba no encontrarse con ninguno de los compañeros
supervivientes de la intoxicación, pero Juan había tenido la misma idea. Le
saludó desde su mesa. Pronto descubrió que felizmente al compañero tampoco le
apetecía compartir espacio y tiempo.
Pidió caldo de judías de primero y
calamares de segundo. No quiso ni postre ni café pero aceptó el chupito de aguardiente. Tres horas
después se dio cuenta de que tan solo
quedaba él, cuando un hombre le pidió que terminase que querían recoger.
En el camino de regreso vio a la mujer del pasillo, más en el suelo que en
cualquier otra parte. Decidió acercarla al hotel. Entró avergonzado, arrastrándola
a ella y a la peste de alcohol que se le pegó a la guerrera. Pidió las llaves
de los cuartos y la dejó en el pasillo, intentando entrar.
Se duchó y se metió de nuevo en
cama. Esa noche el calor no le dejó dormir y cuando por la mañana hubo de
levantarse, no lo hizo. Sobre las doce, dos soldados, llamaron a su puerta: Debe usted presentarse cuanto antes.
Asustado se vistió y sin desayunar
se vio delante del sargento escuchando que iba a pasar una noche en el
calabozo. En silencio se retiró para ser informado de que dadas las
circunstancias habían suspendido los ejercicios para aquel día pero que él por su
acto de rebeldía debía comprobar cada una de las armas necesarias para esos
días, y que no podría retirarse hasta finalizar.
Limpió y relimpió cada uno de los
fusiles, contó granadas y fue guardando todo el material en su sitio. Eran
sobre las tres de la madrugada cuando alguien se le acercó: ¿Quién va? Entonces escuchó unas risitas
a su espalda. La mujer del hotel no se ocultó y se le acercó sin miedo. El
soldado sorprendido intentó retenerla apuntándola con el primer arma que
encontró: ¿Qué haces loco?, le
arremetió el sargento que andaba cerca,
¡Vete!, ordenó.
Se retiró al hostal sin decir una
palabra. Al llegar, la mujer le entregó
las llaves enfadada por tener que levantarse en mitad de la noche. Al menos
pasó veinte minutos bajo el agua y sin secarse, se echó en la cama.
Se despertó cansado, pero esta vez puntual, mojó las tostadas con
mermelada en la leche y se fue. Al llegar al campamento, le dijeron que
adelantarían las maniobras al lunes, y que les daban el domingo de permiso: Hoy, si quiere, termine lo que se le encargó ayer,
matizó.
No paró a comer ni a cenar, y sobre
las once, volvió a sentir el aroma de las risitas. Esta vez pasó de la mujer,
algo que debió ofenderla. Con intención de replicarle algo, se acercó. Estaba delante de él cuando una rata se les cruzó.
El chillido fue tan terrible que el soldado se echó sobre ella para callarla. Y
entonces aún nerviosa, volvió a reír.
El hombre la cogió del brazo, la
acercó a uno de los camiones, la metió dentro y allí, se le quedó mirando: ¿Cómo te llamas? M65. Es broma. No.
No
llevo dinero. Pero, yo sí. Lamió sus mejillas y
ensalivó los párpados. Sin apenas preámbulos, ambos se habían enchufado el uno
al otro. Fue tan feroz como breve y antes de que el amante se vistiese de
nuevo, M65 se había largado.
Pasada algo más de una hora, cansado
y muerto de hambre, entró en una taberna para pedir algo. Lo que fuese que le
hiciesen a esas horas. Se conformó con un bocadillo de tortilla francesa con
atún y una caña. Se dejó caer en su cuarto hacia las tres y cuarto. Pasó la
mañana sin salir, hasta que desde la recepción le dijeron que abajo alguien
preguntaba por él.
Pensó rápido y animado les contestó
que le dejaran subir. La sorpresa no fue la que esperaba, otro soldado se había
encontrado a Juan en malas condiciones y le pedía ayuda. Sin disimular su fastidio, se levantó y
fueron a por él. Lo dejaron planchado, durmiéndola en un cuarto de una pensión
a dos calles.
¿Una
cerveza? Aceptó sin ganas y esperó en la mesa. A
su lado, por desgracia, la familia del comandante pasaba la tarde entre helados
y gafas de sol. Entonces descubrió, al otro lado de la plaza, a M65 acompañada
de la camarera del chiringuito de la playa. Intentó que lo viese, sin ser
demasiado descarado, pero no tuvo éxito. El que sí se dio cuenta, fue el
compañero: Son bonitas. Y continuó
hablando sobre la mala suerte que hacía que se alargaran los días allí,
aburridos, sin hacer nada.
Se levantaron de aquella terraza,
cuando el atardecer enfriaba sus pieles y después de un corto de paseo en que
se cruzaron con la resaca de Juan, se despidieron para meterse cada uno en su
ducha.
El lunes, estaban todos puntuales
en el campamento. Repitieron las rutinas que ya habían replicado el jueves
anterior e hicieron tiempo hasta las diez. El local de las sardinas estaba
cerrado por sanción de la inspección y el de al lado se cuidó de no cometer
errores.
En el minuto uno, el simulacro comenzó sin incidentes, y a las
dos horas ya había algunas bajas en todos los bandos. Siguieron instrucciones
al pie de la letra, los de tierra, los de mar, los de aire y los demás. En las contiendas, incluyeron para darle mayor
realismo a los sanitarios del ambulatorio
y a los vecinos que se habrían querido apuntar.
Entonces vio como M65, vestida curiosamente con su mismo
uniforme, se le acercaba. Le pareció que le estaba sonriendo sonreía mientras
le apuntaba con el HK robada a algún otro. Comenzaron a jugar y él aceptó una
muerte lenta a cambio de que le dijese que hacía allí aquella noche y si
volvería a repetirse: ¿Por unos euros,
tal vez? Se atrevió a añadir.
Y entonces, M65 cambió
el rictus, agarró el arma y disparó hacia el estómago.
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