Prozac, trankimazin y, por supuesto, myolastan

Nadie como Poe -o lo que recuerdo de él- para hacerme sentir ternura por algo como la muerte, nadie como los ojos de mi gato, para sentirla de nuevo.  Sentir, tras los cristales de las lentes del hiperespacio existente entre la realidad y la realidad. La primera, la que nos une, la segunda la que nos corrompe y nos convierte en cadáveres con enormes petequias en las córneas, con gusanos relamiéndose en nuestras grasas, las que hemos cuidado de no exagerar y las que hemos evitado mirar.

Ayer, de nuevo, una amiga, mañana, otra vez, no apetece. Supongo que si nos encogemos las uñas y estiramos la epidermis, la sensación de debilidad crecería gradualmente en función del frío. Porque la piel teme al frío, como yo. Cincuenta y tantos y algunos más, años y reproches se acumulan en el sofá. No entiendo porque habría de cambiar mis malos hábitos por aprender los tuyos.

Mi pequeña reina era hace mucho, mucho tiempo -en la era del bipartito en Galicia- un político pequeño con grandes tacones, que se acordaba de las deudas históricas como un estribillo de un villancico. Mi pequeña reina hoy, sin embargo, es la tierra que piso y que escucha las soberbias de pequeños políticos de altas botas con más grandes alzas -dignas del menos sensual ladyboy:

Charlie espera que Juan, el doctor, le atienda algo más de tres minutos, le da vergüenza, tiene no sé qué junto al pene, María va a Madrid cada quince días a completar su jornada laboral, porque las oficinas que quedan no llegan para todos. Paula se está pensando cerrar el pub y Manu tiene menos horas de ayuda a domicilio desde que le han pasado a la Xunta.  Gerardo, no renovó en la empresa de Javier y Javier no sabe cómo decirle a Luís que se vaya con él a Australia. Lola no puede más y en un ataque de ansiedad apareció en Urgencias pidiendo que matasen a su hijo, Lorena sintió como odiaba a aquella madre tan cruel mientras la acompañaba en la espera de ingresar en Agudos.  Lo esperaba, pero no fue, porque con la misma, aquella mujer se levantó y se fue, pasillo adelante -después de la inyección de serenidad-, explicando que la asistente de su hijo se iba a las seis y que había que cambiarle el pañal. ¿Y Paula? Como mi gato, durmiendo entre telas debajo de las estrellas -que aún quedan, porque a pesar de que se pueden comprar, no existe botón para apagarlas-, envuelta en tierra menos húmeda que hace años, cuando los padres de tus abuelos.

Charlie, se rasca y me cuenta, a mí, a la narradora, que este cuento está dormido, y que no sabe cómo trasladar todo lo que cree saber, porque su realidad, la tercera, le empuja a más, pero no sabe a más qué...

                                                                                                                                        A mi Creta