Baby Jane

Los recuerdos pueden convertirse en agujitas que pinchan las arrugas de la frente. Un héroe del pasado adolescente y la banda sonora que precede al aroma de reencuentro con él,  podrían servir de excusa para una sonrisa, si no fuese porque te hacen sentir todo lo contrario.

Descubrir en las baldas de la góndola de atrás -mientras valoras cuál de los perfumes del ahora, te apetece llevar-, aquel donalgodón que te vistió para entrar en la discoteca, en las tardes de  domingo. Para salir de ella, ya en la noche, oliendo terriblemente a tabaco y esperando que el licor 43 con chocolate no se te revolviese en el estómago en el regreso a casa.

Si el primer beso no fue el más bonito del mundo, si el final del cuento de cenicienta sólo se cumplía en los momentos en que bailabas durante la fiesta. Y allí, el príncipe -o princesa-, que se te acercó y te invitó al resto de tu vida en la suya, recibió un no por respuesta. Si veinte -o más- años después te redescubres y sientes que -menos mal-, no te reconoces.

Si al mirarte al espejo, al caminar sobre los nuevos tacones -no imprescindibles los de aguja-, al sacar dinero de tu tarjeta de crédito, al darle al mando de tu utilitario,... ves a la mujer que quieres ver, aunque no se parezca en nada a las que quedaron atrás.

Y si eso hace que, entre la garganta y el estómago se moldeen cristalitos salados que te hagan sentir lo suficientemente vieja como para pensar: Aquí estoy  veinte, treinta, cincuenta años después.

Coincidirás conmigo en que el sentido de tu suerte ha ido unido a  la belleza -y comodidad- de las copas de tu sujetador -no necesariamente de lycra-. 

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