Marguerite

Embriagada un día con la soledad de su cuerpo, tuvo la sensación de ir contracorriente. Temerosa, se burló de sí misma buscando a nadie en particular. Y ese nadie llegó fácilmente a su boca y le mostró lo inútil de sus inexpertos sentimientos, poseídos por la indecente rabia de su parapléjica sexualidad. El desnudo del hombre le pesaba.
Oprimida por las caricias del azufre, que sentía como gelatinadas empalizadas que repugnaban en la extrema cercanía, pensaba ya en el instante en que cruzarían el invisible himen.
Entretanto él disfrutaba con el esfuerzo de su compañera por silenciar los gemidos y, a cada encuentro la miraba tiernamente, invocando besos a su diminuta boca.
De pronto se sintió horrorizado al descubrir en los insondables ojos de su amante, humillantes marinas que aparecían como enseñas de fragilidad que lo maldecían. Para remediar aquel espanto lamió sus lágrimas y acarició el empapujado rostro. El hombre no acertó el momento. Aturdido se apartó y observó medroso su torso. Echó de menos la piel de la niña pero el mudo llanto amuralló el deseo.

De nuevo se acercaron a él las irresistibles gemas, se extremeció. Le miraban como si quisiesen babar su alma. Arrancó su cuerpo del colchón, dudaba si tomar la puerta. Se asió a la cortina, convulsionado intentó impedir que pereciese en el parqué.

Ella impávida, escondida entre las pálidas sábanas.

Se derramó en el pavimento. Mientras se iba vaciando su irritación se acrecentaba. Enflaquecido cerró los ojos e imaginó la mudez del cuarto a su casa, con su esposa.

Una risa llegó desde la almohada y , sin tiempo, sonó una bofetada.

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